Nos parece que nunca, en esta sección, nos hemos referido específicamente a los hijos e hijas de cualquiera familia del mundo. Dicen que al interior de un grupo familiar no existe nada más importante que ellos y, naturalmente, las madres. Los padres pasamos a otra escala, seguramente, un escalón más abajo en los afectos que se reparten en la vida. Otros aseguran que se trata de sentimientos distintos, que el rol de los varones en este mundo insoportablemente machista, es el de proveer y/o financiar los requerimientos de cada familia.
En lo que no existe duda alguna es en aquello que se refiere al amor entrañable, permanente y sólido por los hijos. Por lo mismo, aquellas mujeres que no pudieron tenerlos, sea por la razón que sea, deben sufrir durante toda la vida una angustia o dolor escondido que hace más tristes sus miradas y más quejumbrosos sus suspiros. Lo cierto es que los hijos son para los padres la esencia de la vida, la preocupación permanente y el sacrificio ininterrumpido en afán de proporcionarles las mejores condiciones para que desarrollen su existencia. El amor filial no tiene límites y siempre conjuga su razón de ser con la defensa de ellas y ellos, la protección hacia los hijos con la disposición de entregar la vida si así se hiciese necesaria.
Para las madres, básicamente, los hijos son perfectos y distintos al resto. Son el ingrediente principal de sus vidas y, por lo mismo, el amor que ellas profesan no conoce de límites, de condiciones o requisitos especiales. Basta ser hijo para tener amor asegurado por toda la vida.
Sólo pocos años atrás, el mundo gay ni siquiera pensaba en formar una familia con presencia infantil en la mesa familiar. Hoy, aquello no sólo es posible sino real. Cada día más concreto y real. Ni la oposición más poderosa y conservadora ha sido capaz de detener esa otra forma de amar a un hijo. Por ejemplo, vía adopción.
Seguiremos conversando sobre este fuerte tema. La base, cuando ello suceda, seguirá siendo la misma. Es decir, el amor y la protección familiar para ellos. El consentir y mirar hacia otro lado cuando se nos pide por parte de una hija o un hijo. Ellos, carne de nuestra carne, continuarán manteniendo las ventajas adquiridas por la sola condición de serlos, de ser hijos, propietarios del más grande amor del mundo: el de las madres.