En este país las cosas se han puesto difíciles desde un punto de vista muy particular. Estamos hablando de una modalidad que poco a poco tendió sus redes y que hoy impera a su verdadero antojo.
Hablamos ni más ni menos que del antiguo derecho a pataleo, es decir, a reclamar por lo que nos parece justo. La gente va a una oficina pública y nadie atiende sus reclamos, acude a una gran tienda y es presa de la indiferencia del dependiente de turno, ni los jugadores de fútbol pueden reclamar el cobro injusto de un árbitro. Para qué hablar cuando se trata de exigir derechos evidentes, para qué referirnos cuando está de por medio la dignidad o cuando el asunto se refiere a colegios, escuelas o universidades. Todos, de una forma u otra, sabemos que nuestros ruegos serán en vano.
Por lo mismo, léanlo bien, exactamente por esa razón es que al menos en la zona lacustre la gente acude al Correo del lago, aunque sepa que acá no encontrará la solución a sus problemas. Nuestros lectores saben que se les escucha, que se les atiende con deferencia y que en muchos casos se les comprende. Nuestros lectores saben que en la gran mayoría de las situaciones nos atrevemos a publicar lo que nos cuentan sin hacer ni un tipo de distinciones.
Por nuestras oficinas han pasado trabajadores, empresarios, políticos, dueñas de casa, hasta cartas de reclusos hemos publicado en nombre del derecho igualitario a hacerse oír, a expresarse o, mejor dicho, en nombre del derecho a pataleo.
Entendemos que esa es una de las razones fundamentales por la que se nos quiere y respeta y que también es una de las razones claves por la que algunos quisieran que desapareciéramos del mapa. Allí está el quid del asunto.
Ayer un empresario local reconocía nuestro trabajo y nos alegra que lo hiciera pues así como él, también los que no cuentan con un medio que les de tribuna, nos aceptan y nos leen día a día.
Lo que parece simple no lo es tanto pero, al fin y al cabo, si algo nos pasara igual trataríamos de ejercer nuestro legítimo derecho a pataleo.