Es tarde. Son las 03.00 de la madrugada y, como siempre, fatalmente, nos quedamos meditando mientras observamos consumir un cigarrillo, compañero oscuro de las noches largas en que esperamos asome la inspiración que nos permita conversar a través de esta sección. Cuesta, a veces, pues mientras nos mantenemos en vigilia tras ese objetivo puntual, cruzan por la mente otros pensamientos ligados a penas y alegrías, a recuerdos de tiempos idos, a personas queridas que han partido o a amistades que se han perdido en el tiempo y que quisiéramos ver para abrazarlas y charlar.
Mientras nos mantenemos en guardia, a la espera de la inspiración señalada, recordamos con emoción aquellos tiempos en que de madrugada, siempre, todas las noches, una piedrecilla golpeaba nuestra ventana para despertarnos y para avisarnos que a la primera y vieja máquina de imprimir que teníamos, a la que adorábamos y casi venerábamos porque nos había salvado la vida, se le había quebrado alguna pieza que requería de inmediata atención. Así pasaron largos meses, hasta que logramos adquirir la segunda, también antigua, pero en mejor estado que la anterior. En aquel tiempo, en aquellas noches de invierno, había que levantarse, fuese la hora que fuese, para coger la pieza averiada, tomar un taxi y dirigirse a la casa del siempre voluntarioso “mi chiquillo”, quien con paciencia de santo, sin quejarse de nada, se levantaba, soldaba, reparaba y volvía a dormir. Entonces, recién, horas después, retornábamos a casa, agotados por los nervios que provocaba la situación. Así, aunque no lo crean, eran todas las noches de hace unos 12 años atrás. Esa vieja máquina que nos salvó la vida porque abarató los costos de producción y nos independizó de las imprentas que nos hacían el trabajo de imprimir, yace en el patio del diario casi totalmente desnuda porque cada una de sus piezas levantó las banderas de la información local sirviendo de repuesto para sus hermanas que llegaron con el tiempo a ocupar su lugar.
Prendemos otro cigarrillo para rendir tributo mental a aquellos tiempos que nos enseñaron que todo lo que quisiéramos obtener en la vida lo conseguiríamos luchando, sacrificándonos siempre, conteniendo las lágrimas por tanto infortunio y porque, también, aquella forma que nos marcó Dios, era la manera de enfrentar la vida con hombría y devoción. Nunca más se nos ha ocurrido bajar los brazos, nunca más hemos perdido la ilusión porque está claro que no hay otra manera de avanzar que no sea luchando, luchando para seguir luchando y mantenernos vivos. Sin pausas, siempre, todos los días.