No hace falta ahondar sobre asuntos básicos de nuestra existencia. Sabemos perfectamente que llegamos al mundo para reír y llorar, para amar, para sufrir, cantar y para buscar casi con desesperación, la felicidad. ¿No es verdad? Pero en ese camino, en el de la vida, aprendemos que siempre es necesario hacer frente a la adversidad, que es primordial luchar, no bajar los brazos, recurrir a toda la inventiva, la creatividad y la fuerza interior para no desmayar jamás. Ojo, porque si nos quedamos en el empeño, ya cansados, significaría que la vida, la misma que se nos mostró sonriente y auspiciosa, nos habrá derrotado.
Los bancos, los benditos bancos de Chile, los mismos que años atrás se salvaron de la quiebra con el dinero de todos los chilenos, hoy aparecen como monstruos implacables que se niegan a negociar con sus diminutos e indefensos clientes si no es en las condiciones que ellos mismos imponen. Hoy se sienten superiores, se olvidaron del espaldarazo que les dimos, sólo creen en ellos mismos, poderosos, duros, fríos y hasta siniestros. No, no tenemos miedo de decírselos en la cara, frente a frente. Y no son bravatas ni consignas sin sentido. Es la verdad que nace de la experiencia que miles de chilenos están padeciendo. Miles y hasta millones pero menos ellos, los benditos bancos de nuestro país.
Todos sufren, todos deben, todos estamos expuestos al corona virus, todos hemos dejado de cumplir con compromisos que eran ineludibles. Todos pensamos en el futuro, bello si el contagio disminuye pero negro por el panorama económico que las mismas autoridades anticipan. Todos, menos los bancos que cobran, exigen, amenazan, que no dudan en exprimir el limón hasta la última gota. Para la “inmensa mayoría de chilenos”, como dice nuestro presidente, punto menos que la esclavitud, de rodillas, con la consigna poco alentadora de pagar, pagar y pagar hasta la misma muerte.
Padre nuestro que estás en los cielos, danos vida, fuerza y perseverancia para pagarle a los bancos. No sea cosa, Señor, que se nos enfermen… de pobreza.