Hermanos en Jesucristo:
En estas últimos semanas hemos celebrados los grandes misterios de nuestra fe. Hemos contemplado cómo amó tanto el Padre “al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).
En Cuaresma y Pascua se nos ha proclamado que Jesucristo, “siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre” (Fil 2,6-9).
Y ayer, en Pentecostés, nos alegrábamos con el envío del Espíritu Santo prometido por Cristo: “Y Yo pediré al Padre y les dará otro Paráclito, para que esté con ustedes para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero ustedes le conocen, porque mora con ustedes” (Jn 14,16-17).
Desde sus inicios, la Escritura va revelando progresivamente el misterio insondable de Dios. El Antiguo Testamento enseña que Dios es uno y único. Él es el Creador todopoderoso de todo lo visible y lo invisible. Es el Señor “Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes” (Ex 34,6-7).
Cuando Israel, instruido por la Palabra de Dios, ya no corre peligro de caer en el politeísmo y en la idolatría, entonces, “al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que ustedes son hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (Gál 4,4-6).
Es decir, “toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado, y se une con ellos”.
La vida de la Iglesia y de los cristianos está toda impregnada del misterio de la Santísima Trinidad. Para que tengamos presente esta realidad y no se nos olvide, el Domingo que viene la liturgia celebra de un modo más destacado este misterio central de nuestra fe, vida de la Iglesia y vínculo de todos los que hemos sido bautizados “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). Pidamos la gracia de poder contemplar y amar este misterio por toda la eternidad en el Cielo.