
Hermanos en Jesucristo:
Miremos al Corazón de Jesús que nos recuerda que “está siempre vivo, nos ama, se ofrece a nosotros como fuente de misericordia, de perdón, de redención” (Papa Francisco). Mirémoslo después de haber contemplado su misterio en la Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión y de haber celebrado la Santa Trinidad, una de cuyas divinas Personas -el Hijo- se hizo hombre por nuestra salvación y que se ha quedado en su Iglesia en el Sacramento de la Eucaristía,
El corazón es el símbolo del amor. Es propio de los enamorados amarse con todo el corazón. Por eso, el Padre, para mostrarnos cuánto nos ama, nos envió a su Hijo y así, haciéndose hombre, nos pudiese amar con un corazón humano. Por eso se dice de Cristo: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn. 13,1). “Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros”.
El Corazón físico de Cristo late vivo en el Cielo y derrama su amor sobre nosotros desde el Sacramento de la Eucaristía. El Señor quiso que su presencia eucarística en la Iglesia que peregrina por este mundo sea la expresión y la fuente de amor que mana de su Corazón. Lo que nos mereció Cristo con su muerte y resurrección, nos llega por la comunión de su misma carne y sangre, no simbólicas, sino reales: “El que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna, y Yo le resucitaré el último día” (Jn. 6,54).
El Corazón de Cristo siempre vivo en la Eucaristía no dejará nunca de amarnos y de interceder en nuestro favor. “De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por Él se llegan a Dios” (Hb. 7,25). Precisamente porque en la cruz “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ef. 5,2) como el Esposo a la Esposa, la fecundidad redentora y santificadora de Cristo es siempre en comunión con la Iglesia, que por ser Esposa es Madre de los redimidos. Así toda comunicación de vida divina, de salvación y de gracia es por Cristo y la Iglesia, como bien lo entendió San Pablo: El Padre “sometió bajo sus pies todas las cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo” (Ef. 1,22-23).
Hoy, aunque las apariencias digan lo contrario, la Iglesia está tan viva como en Pentecostés, porque su vida es Cristo. Por eso podemos hoy alegrarnos en Villarrica con la pronta ordenación de tres jóvenes llamados por el Señor a ser sacerdotes. Estas vocaciones son testimonio de que el amor de Cristo por su Iglesia no falla y que Ella seguirá siendo la Madre que, fecundada por su Esposo, comunique la vida divina a toda la humanidad.