En la conmemoración del “Día de la Mujer”, se da la ocasión de agradecer a Dios el regalo del ser, de la presencia y de la misión de las mujeres en la historia de la humanidad y particularmente en la vida de cada uno de nosotros. Y también agradecer a las mismas mujeres. Se nos vienen a la mente lo que ha significado para nosotros la madre, las abuelas, las hermanas, las esposas, las hijas… ¡Qué importantes son ellas y cuánto les debemos!
Además del ámbito familiar, hemos de agradecer a tantas otras mujeres cuya cercanía es especialmente significativa en el desarrollo de las personas en los procesos educativos formales. Estoy pensando en las educadoras de párvulos y las profesoras. Por algún motivo, en los establecimientos educacionales la presencia de las mujeres es mayoritaria.
Ciertamente que la mujer tiene que ser valorada por lo que ella es y por la misión encomendada. Nos lo dice la Palabra de Dios: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, hombre y mujer los creó” (Gn1,27). La mujer y el hombre gozan de la misma dignidad en cuanto que los dos son imagen y semejanza de Dios. Ambos son personas íntegras y completas. La mujer y el hombre deben reconocerse depositarios por igual de una dignidad que de algún modo los trasciende a ellos mismos, ya que se funda en Dios, su Creador. Y deben respetarse mutuamente, tratándose de acuerdo a esa dignidad.
Siendo la mujer y el hombres iguales en la dignidad de su ser personas, son, sin embargo, distintos en cuanto a la sexualidad. Esta diferencia no es para oponerse entre ellos, sino que para complementarse, para que lleguen a ser “una sola carne” (Gn2,24) por la comunión del amor matrimonial.
En el designio divino, la mujer y el hombre están llamados a vivir una relación armoniosa de mutua entrega y ayuda. Esta alianza es siempre fecunda, como lo es también la alianza de Dios con los hombres. El fruto del amor matrimonial es comunicar vida y vida en abundancia. La complementariedad de la mujer y del hombre les lleva a trascenderse en sus hijos. Así la mujer alcanza una nueva plenitud de ser a través de la maternidad y el hombre a través de la paternidad.
Si el pecado introdujo una cierta tensión y oposición entre la mujer y el hombre, una de cuyas expresiones es el machismo (ver Gn3,16), Cristo viene a recuperar con su gracia la armonía perdida. San Pablo repite los términos del acto creador, pero ahora en el contexto de la redención de Cristo: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia” (Ef5,31-32).