Hermanos en Jesucristo:
Jesús prometió en distintas ocasiones que enviaría el Espíritu Santo a sus discípulos. Pues bien, una vez ascendido a los Cielos cumplió su palabra a partir de Pentecostés, acontecimiento que recordaremos y celebraremos el Domingo que viene.
Jesús había dicho: “Miren, voy a enviar sobre ustedes la Promesa de mi Padre. Por su parte permanezcan en la ciudad hasta que ustedes sean revestidos de poder de lo alto” (Lc24,49). Nosotros ya conocemos los efectos de la acción del Espíritu Santo en los corazones de los Apóstoles, según nos testimonia el libro de los Hechos de los Apóstoles. El milagro de Pentecostés consiste en la conversión de unos hombres débiles en la fe y la esperanza, cobardes y sin capacidad interior de salir a evangelizar para anunciar a Jesucristo como único Salvador de toda la humanidad.
Los discípulos habían recibido el mandato: “Vayan por todo el mundo y proclamen el Evangelio a toda la creación” (Mc 16,15). Pero también el Señor Jesús les advirtió que no sería una tarea fácil, al contrario, pues “a ustedes los entregarán a la tortura y los matarán, y serán odiados de todas las naciones por causa de mi nombre” (Mt 24,9). Los Apóstoles con razón no se sienten con las fuerzas de abarcar el mundo entero y de enfrentar peligros de tal naturaleza que les pueda significar persecución y martirio.
¿Qué pasó con estos apóstoles que, “estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos” (Jn20,19), salen resueltamente a predicar a esos mismos judíos a quienes tanto temían? Además, ¿cómo explicar la extrañeza de los judíos al ver “la valentía de Pedro y Juan, y sabiendo que eran hombres sin instrucción ni cultura, por ello estaban maravillados” (Hch4,13).
La explicación no es natural, sino sobrenatural, como lo dice el mismo San Pedro: “Sucederá en los últimos días, dice Dios: Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán sus hijos y sus hijas; sus jóvenes verán visiones y sus ancianos soñarán sueños” (Hch2,17).
Después de la triple negación de Pedro y la dispersión de los Apóstoles abandonando a Jesús en su Pasión, suceden dos cosas de la máxima importancia que causan este cambio de actitud tan extremo. El primer acontecimiento es la Resurrección de Cristo y el segundo es Pentecostés.
Después de más de dos mil años esto no ha cambiado. Cristo vive resucitado para siempre y nunca deja de enviarnos el Espíritu Santo de junto al Padre. Como preparación a Pentecostés, pidamos que el Espíritu Santo ilumine nuestras inteligencias, inflame nuestros corazones y nos haga apóstoles de Cristo.