Nacemos sin que nuestra voluntad intervenga para nada. Nunca habíamos existido, al igual que si estuviéramos muertos o guardados en el limbo de aquellos potenciales. No lo decidimos, pero aquí estamos.
Luego somos bebés y allí quedamos a merced de los padres que nos tocaros: buenos, malos, ignorantes, amorosos, sabios o neuróticos. No elegimos, solo estábamos allí al arbitrio de ellos.
Más tarde nos ponen en una sala cuna, parvulario, escuela básica, luego liceo de media y para broche de oro, cuando ya empezamos a darnos cuentas que somos unos eternos manejados, debemos pensar en dejar la casa de nuestros progenitores y seguir un trabajo, profesión o carrera, para desenvolvernos de manera independiente. En la educación o instrucción recibida, nunca nos preguntaron si nos gustaba o que opinábamos de lo que hacían con nosotros. Nada; ordenes y más ordenes, todo supuestamente era para nuestro mejor desarrollo. Así crecimos.
En la vida laboral, la suerte corrida no es muy diferente a nuestra experiencia educativa. Aquí, todo está estructurado, normado y definido. Ingresamos con ideales propios en un universo muy ajeno, en donde todo nuestro ímpetu de cambio y transformación es arrollado por esa maquinaria establecida que funciona como reloj con su burocracia, su nomenclatura y sus vicios inmodificables. O te adaptas o te vas. Casi nadie se va, pues hay que sobrevivir.
Luego nos casamos y debemos compatibilizar nuestras vidas con la de otra persona y para que esto sea llevadero, necesariamente debemos ser dóciles y flexibles, negociando nuestros sueños, nuestros deseos y todo aquello que nunca hicimos, ni realizamos en miras a una vida media, más armónica y llevadera. Ahora llegaron los hijos y el ciclo vital de esclavitud se repite con ellos.
TAREA: ¿Qué pasaría con la humanidad si cada persona fuera radicalmente libre desde su nacimiento y hasta su muerte?
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