Hermanos en Jesucristo:
Hace un tiempo le escuché a una persona decir: «Tengo cuatro padres y ninguno». En efecto, sus padres biológicos se separaron a poco de haberse casado y luego cada uno de ellos comenzó a convivir con otra pareja. La persona a quien me refiero, de pequeña creció viendo a «dos papás» y «dos mamás». Más tarde, comprendió que en el fondo ninguno de los cuatro ejerció una verdadera paternidad y maternidad. No conoció el amor del padre y de la madre, que se expresa en cariñosa cercanía, educación de la persona en su integridad y afectuosa autoridad que sabe estimular hacia el bien, corregir defectos y preservar del mal.
Este testimonio es un reflejo de lo que está pasando con muchos niños y jóvenes en la sociedad occidental y también en Chile. Diversas son las razones que explican la anarquía más o menos difundida que conduce a la violencia, el vandalismo, el desprecio a las autoridades y lo que ellas representan. Una razón es la irreligiosidad y la apostasía negadora de Cristo como único Salvador y Señor de la humanidad. Otra razón, consecuencia de la anterior, es la desintegración de la familia.
La familia está inscrita en el «ADN» de la persona humana. La plena realización del hombre y de la mujer tiene como condición nacer y crecer al amparo de un padre y una madre, y de convivir con hermanos. La familia es la primera sociedad, fundamento y escuela de la vida social de toda persona.
En el seno del hogar se aprenden no solo los hábitos de higiene, sino, aún más importante, las virtudes humanas, que dignifican a la persona y la hacen prepararse para humanizar los ambientes en los que tenga que desenvolverse.
Si, además, los padres transmiten la fe a sus hijos y les hacen partícipes de la vida de Cristo, se alcanza aquella plenitud querida por Dios de hacerlos sus hijos, redimirlos del pecado y conducirlos a una vida santa en el Espíritu Santo. El fruto de la vida en Cristo es la alegría de reconocerse amado por el Padre. Y es poder amar como Cristo al Padre y a todas las personas.