Hermanos en Jesucristo:
El 8 de noviembre iniciamos el bello mes de María, consagrado a honrar a la Madre del Señor y a suplicarle que se digne presentarnos a su divino Hijo, nuestro «gran Dios y Salvador, Jesucristo»(Tít 2,13).
María fue la elegida de Dios para que concibiera en su vientre purísimo a su Único Hijo por obra del Espíritu Santo. De este modo fue posible lo que para los hombres parece imposible: El mismo Dios se hizo hombre, con la finalidad de salvar a todos los hombres y restituir en ellos la condición de hijos de Dios, perdida por el pecado de Adán.
Nos dice San Mateo que los magos venidos de Oriente a adorar al recién nacido, «vieron al Niño con María su madre» (2,11). Ella es quien da a luz al que es la Luz del mundo, cobija en sus brazos a quien abarca el universo entero y presenta a los Reyes Magos a Jesús, Salvador de toda la humanidad.
El Padre eterno concede a la siempre Virgen María la misión de presentarnos a su divino Hijo hecho carne por la acción del Espíritu Santo. Desde el instante de la encarnación del Verbo, Madre e Hijo quedaron para siempre indisolublemente unidos. En este caso, podemos afirmar que «lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre»(Mt 19,6).
Es por ello que los cristianos repetimos una y otra vez las palabras de Isabel: «Bendita Tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre», Jesús. Isabel añade a este saludo: «¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?»(Lc 1,42-43). María se acerca a Isabel e Isabel percibe de inmediato la presencia de Jesucristo. ¿Por qué? Isabel da la respuesta: «Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno»(Lc 1,44).
María nos presenta a su Hijo Jesús como nuestro Dios y Señor, Mesías y Salvador, como aquel que se ha hecho semejante a nosotros en todo menos en el pecado a fin de hacernos semejantes a Él al constituirnos en hijos del Padre por el nacimiento nuevo del agua y del Espíritu Santo en el bautismo.
En este Mes de María pidamos la gracia que Ella nos presente a su divino Hijo