Hermanos en Jesucristo:
Celebramos hoy la Fiesta del Bautismo del Señor en el Jordán de manos de San Juan Bautista. El rito de «bautizar», es decir, sumergir en el agua, es común a muchas religiones, debido a la capacidad del agua de expresar limpieza, pureza y vida. Juan, el precursor de Cristo, usa este signo de un modo tan elocuente que la gente lo conoce como «el que bautiza», es decir, «El Bautista».
Juan hace ver que su bautismo es distinto e inferior al de Cristo: «Yo los bautizo en agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí… los bautizará en Espíritu Santo y fuego»(Mt 3,11). De hecho, el bautismo de Juan es transitorio, porque es para preparar la venida del Mesías, «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo»(Jn 1,29). Una vez que se manifiesta Cristo, Juan desaparece y con él desaparece su bautismo.
Es por ello, que los que aún pertenecían a la Antigua Alianza se bautizaban con Juan, en espera de Cristo que vendría a establecer la nueva y definitiva Alianza. Así lo entendió San Pablo, que pregunta a unos: ««Ustedes recibieron el Espíritu Santo cuando abrazaron la fe?» Ellos contestaron: «Pero si nosotros no hemos oído decir siquiera que exista el Espíritu Santo». Él replicó: «¿Pues qué bautismo han recibido?». «El bautismo de Juan», respondieron. Pablo añadió: «Juan bautizó con un bautismo de conversión, diciendo al pueblo que creyesen en el que había de venir después de él, o sea en Jesús». Cuando oyeron esto, fueron bautizados en el nombre del Señor Jesús»(Hch 19,2-5).
Por eso los cristianos no nos bautizamos según el rito de Juan, sino que con el Sacramento del Bautismo instituido por Cristo. El Bautismo cristiano, superior y definitivo, no se reduce a un mero símbolo, sino que causa algo nuevo en la persona bautizada.
El bautismo de Juan, por ser solo un símbolo, podía ser repetido. En cambio, el de Jesús, por causar una realidad nueva, no se puede repetir. Cristo lo que promete lo cumple y lo que dice lo hace en verdad. Él ha dicho que su Bautismo es nacer de nuevo, no como hijo de un hombre y de una mujer, sino como hijo de Dios (ver Jn 3,1-8). Así como todos nacemos una sola vez de nuestros padres, así también nacemos una sola vez de Dios.
Antes de subir al Cielo, Cristo dio el mandato de anunciar el Evangelio y hacer «discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»(Mt 28, 19). Esto es lo que la Iglesia ha hecho hasta hoy día.
Todos los bautizados podemos admirarnos y alegrarnos de ser realmente hijos de Dios: «No sólo nos llamamos hijos de Dios, ¡lo somos!»(1 Jn 3,1).